Texto para el catálogo de la exposición individual “Intersecciones” publicado con motivo de dicha exposición en la Universidad Politécnica de Valencia en Valencia en 2004
A PROPÓSITO DE LAS “INTERSECCIONES” PICTÓRICAS DE SILVIA LERÍN
A nadie se le escapa que, en este arranque del nuevo siglo, una desparramada multiplicidad direccional se erige en nota definitoria de las inquerencias plásticas de la última hornada de creadores. Tanto es así que, a medida que se va produciendo la acuñación de las individualizadas poéticas, el rasgo de la pluralidad lingüística se acentúa como específicamente característico de nuestro tiempo. Estirando los flecos de ese amplio repertorio de caminos explorados por la modernidad –y más específicamente, si cabe, por la actitud y la práctica vanguardistas-, diferentes maneras de enfrentarse al hecho pictórico van sembrando, en el solar de nuestra cultura artística actual, variados registros que no son sino la resultancia de los distintos modos de indagación operados sobre ese –siempre, por fortuna, abierto- campo de las relaciones pictóricas.
De entre los valores emergentes que cuentan ya con voz propia, conformando la nueva generación artística que ha empezado a fructificar en estos albores del siglo XXI, se encuentra Silvia Lerín (Valencia, 1975), quien, desde mediados de la década de los noventa, se orientó con convicta decisión por una línea de investigación pictórica encaminada a desarrollar las potencialidades de ese inagotable venero que urde abstracción y planteamiento geométrico. Rehuyendo el ilusionismo referencialista (es decir, distanciándose totalmente con respecto a la realidad aparente) y reivindicando el valor autónomo de la pintura, desde la firmeza de su vocación ha venido desarrollando un trabajo intenso que, al cuajar en dicción idiosincrática, en personal estilo, le ha proporcionado ya merecidos reconocimientos.
La aniconicidad de su discurso plástico lo sitúa en la línea analítica/constructiva del arte contemporáneo, y tal ausencia de significados denotativos (pues no estamos ante una pintura representacional -que se refiera a algo concreto u objetivo-, sino ante el culto de la forma en sí) presupone, claro está, tanto el desmarcarse totalmente de cualquier planteamiento de ilusión atmosférica cuanto hurgar en los postulados más conspicuos del sintactismo plástico reduccionista. La organización espacial prima en estos cuadros que alumbran una pintura potente que se ofrece a la mirada (esa mirada concentrada; no en vano contemplar es mirar distinguiendo), sobre sus soportes de formato generalmente cuadrado. El modo de aplicación del acrílico con polvo de mármol y papel sobre tela evidencia un dominio de los recursos técnicos. Sabedora de los entresijos de la gramática del color, Silvia Lerín, bien sea fijando el campo cromático –saturándolo con mayor o menor intensidad según convenga en cada caso- con líneas delimitadoras, bien trazando franjas o estratos –sobre cuya epidermis señala huellas mediante lavados y rascados-, nos transmite su peculiar sentido del color –generalmente intenso, mate- en esos lienzos suyos que aborda simultáneamente sin bocetos previos, y en cuya implícita geometría el ojo avezado del espectador estimará no sólo escalas y profundidades, sino también un control de las leyes de la gravitación.
Posicionada –al igual que el resto de hacedores de formas a partir de lo informe de su generación- en la obligadamente reflexiva tesitura dicotómica de, o bien anclarse en el autorrepliegue del “yo” –consustancial con la hipertrofia individualista, tan de nuestro tiempo-, o, por el contrario, encauzar su expresión para que discurra por el sendero comunicativo extraído de la propia intimidad, la pintura que suscita estas lucubraciones es el resultado de la confrontación de polaridades y el subsiguiente vencimiento de las antinomias planteadas. Así, logra conmocionar al contemplador al establecer una calculada contraposición de gamas frías y cálidas; el control racional que conlleva todo planteamiento compositivo de cariz formalista se altera con matices, transparencias, texturaciones; la rotundidad que, en ocasiones, exhala de sus buscados contrastes cromáticos, queda atenuada por una sutilidad compensatoria. En permanente lucha por conciliar orden e instinto, equilibrio e impulso, Silvia Lerín (suministradora de visión, como todo artista plástico que se precie) articula unas propuestas plásticas en estrecha consonancia con una forma de ser, una manera de mirar la realidad.
Las “intersecciones” que ahora nos presenta responden precisamente a ese balanceo -agitado en ocasiones- en el que calladamente riñen la energía desbordada y el afán de equilibrio. Estamos ante interpenetraciones derivadas de un juego de organización sintáctica (distribución de pesos, mutua compensación de fuerzas), y quisiera no andar errado al entender que en estos entrecruzamientos de líneas, ángulos y planos late el vértigo de la asunción de un autoimpuesto reto: el de la disolución del pugilato entre provocación y goce estético. Se trata, en definitiva, de llegar a ese punto de convergencia entre vitalismo y disciplina. Pues, atrapada en la encrucijada en la que confluyen la recurrencia al azar y el anhelo de perfección (o, si se prefiere, el impacto visual y la elegancia), Silvia Lerín nos ofrece –a través de ese vehículo de expresión, que es su pintura- propuestas de alto valor estético que, al estimular nuestra percepción, están –a la vez- posibilitando la cognición, el pensamiento (obviamente, el pensamiento visual). Una pintura cada vez más depurada, fresca, atractiva, que aflora de la sensibilidad plástica de su autora, y en cuya sintaxis resultante no se aprecian tanto cesuras radicales cuanto diálogos entre extremos, búsqueda de aproximaciones, de antagonismos y superación de las irreductibles polaridades.
Ni qué decir tiene que estas “intersecciones”, manifiestamente planteadas en los más recientes cuadros de Silvia Lerín, tienen –también- su correlato en los entrecruzamientos que surgen de la complicidad de esa doble mirada: la de quien urde la obra y la de quien la contempla. En ese –a veces instantáneo- proceso de aprehensión activa (que es la visión) de la obra artística que se muestra ante los ojos del contemplador, se produce un encuentro en el que ambos protagonistas –el artista y el espectador- procuran la copulación, el encaje. En el trance de este recíproco acercamiento, hay pinturas escurridizas, que parecen esquivar la penetración visual, mientras otras –seductoras (como las que suscitan estas apreciaciones)- desprenden una fuerza imantadora que hace fijar la atención de la mirada sobre ese espacio pensado y hecho para la sorpresa del descubrimiento.
Me place presentar, con motivo de esta exposición, la obra pictórica más reciente de Silvia Lerín. Una pintura de construcción arquitectónica, atenta a lo exclusivamente visual, sujeta a las leyes del sistema relacional de formas, planos y colores, cuyo significado es su composición y su mensaje la belleza. Pues sus cuadros –con los que se ensancha el panorama de la renovación del discurso plástico actual-, se presentan a sí mismos, ya que son lisa y llanamente eso (que no es poco): soporte y bidimensionalidad coloreada; aperturas al lenguaje polisémico –metafórico, al fin y al cabo- que todas las artes conllevan. Situada en la frontera que separa (y une) la intuición y el rigor; basculante entre el entusiasmo y la duda; abocada a la relación y análisis de la convergencia y divergencia de líneas y formas…, la calidad resultante empapa de sugerencias la mirada –aquí atrapada- de ese exigente receptor icónico que es el espectador que siente pasión por la pintura y fruye de la estética nueva.
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(De algún modo, en el proceso operativo de escribir sobre arte contemporáneo, también tienen lugar “intersecciones” –o, si se prefiere, solapamientos o traslapos- como consecuencia del ejercicio de esa doble y simultánea función que supone combinar la historiografía y la crítica de arte. O dicho de otro modo: que a la hora de tejer un texto a la zaga de ese punto de encuentro en el que puedan converger las singulares claves de la poética plástica del artífice de la obra y las coordenadas estéticas e históricas en las que ésta se incardina, también estamos procediendo a un cruce de líneas; “intersecciones” de otro tipo).
Catedrático de Historia del Arte. — Facultad de Bellas Artes. Universidad Politécnica de Valencia.